Una cubana: Primera piloto de dirigible

Aida de Acosta de Alba (1884-1962) vivía en los Estados Unidos, hija de Ricardo Acosta, un acaudalado cubano ejecutivo de cierta línea naviera, quien peleó contra los españoles en nuestra última contienda antimetropolitana.

Ella marcaría una pauta en los cielos del mundo.

El vuelo:

La jovencísima Aida, en el verano de 1903, acompaña a su progenitora en un viaje a Francia.

En esos momentos la llamada Ciudad Luz anda de cabeza, debido al comportamiento de quienes algunos tildan de loco, en tanto que otros califican como genio. (¿Existe una marcada frontera entre ambas categorías?).

Con frecuencia el brasileño Alberto Santos Dumont (1873-1932), piloto y constructor de dirigibles, aterriza su nave frente al restaurante que prefiere, consume algún bocado y vuelve a emprender vuelo.

La cubana queda fascinada ante tal espectáculo. Y logra que un amigo común le presente al sublime demente.

Ella convence a Santos Dumont para que le brinde tres clases de navegación en dirigible. Pero logra más: él le ofrece —caso único—,  para que efectúe un vuelo en solitario, en su Dirigible Número 9.

En 1903, cerca de medio año antes de que los hermanos Wright realizaran sus vuelos en Kitty Hawk, Aida despega hacia el cielo parisino.

Desde la tierra, montado en una bicicleta, Santos Dumont, agitando los brazos, le transmite instrucciones a gritos, siguiendo a la nave, que se desplaza a 15 millas por hora.

Aida va a tener público durante su aterrizaje. Lo efectúa en Chateau de Bagatelle, sobre un estadio donde se está efectuando un encuentro de polo entre británicos e ingleses.

Los espectadores, entre desconcertados y caballerosos, auxilian a la dama en su descenso de la barquilla.

Santos Dumont, ansioso, se abalanza sobre ella para saber si había sentido miedo durante el viaje. La respuesta de Aida: “No, fue de lo más agradable”. Y él admirado, exclama: “Señorita, ¡usted es la primera aerochofer  del mundo!”.

La cubana y el brasileño, durante un rato, presenciaron la competencia deportiva.

Pero, de pronto, Aida  se incorpora y parte hacia donde se encuentra el dirigible. Allí, enciende el motor de explosión accionado por gasolina y emprende el camino de regreso.

Sin que le temblase un músculo de la cara.

(Una mínima interrupción. Desde hace mucho tiempo ando buscando a quien acuñó la frase “el sexo débil”. Fue, a no dudar, algún mentecato que no había conocido a las mujeres, ni a veinte leguas de distancia).

Lo que siguió, en familia, a la proeza

No nos pongamos historicistas.

Sí, todo ha de encuadrarse en su marco temporal. Y no olvidemos que el hecho ocurre muy a principios del siglo XX.

Por entonces, las mujeres de la clase potentada sólo aparecían en la prensa cuando ocurrían tres cruciales hechos: nacimiento, boda y fallecimiento.

La familia de Aida se aterrorizó ante el acontecimiento inusual protagonizado por la descendiente. No deseaban que se hiciese pública la identidad de la muchacha.

Se acercaron a Santos Dumont, quien, caballerosamente, accedió a la petición. Ni siquiera dio a conocer el nombre en su libro Mis dirigibles.

La identidad de la piloto sólo vio la luz pública una treintena de años después, en una cena neoyorquina, durante la cual Aida actuaba como anfitriona.

Allí, un joven oficial de la marina estadounidense, George Calnan, expresó su interés por los dirigibles. Aida le dijo que en eso coincidían, y narró la no divulgada anécdota.

El interés de la parentela por mantener el anonimato de Aida lo explicaban al aducir que ningún pretendiente se iba a casar con quien había ejecutado tal locura.

De todas maneras, Aida contrajo matrimonio dos veces y tuvo un hijo y una hija. Sus esposos: Oren Root III, sobrino de Elihu Root, estadista norteamericano y Premio Nobel de la Paz; teniente coronel Henry S. Breckinridge, quien fue Subsecretario de Guerra en la presidencia de Wilson y se desempeñó como abogado de Lindbergh en el caso por el hijo secuestrado del aviador.

No sólo una mujer piloto

Sin lugar a dudas, Aida era lo que en inglés llaman una “socialite”, o sea, una personalidad con relevancia social dentro de la “high life”.

Ah, pero estuvo a mil millas de comportarse como un ser egocentrista y banal, distante de la vida concreta.

Durante la Primera Guerra Mundial, los norteamericanos sacan a la venta los llamados Liberty Bounds  (“bonos de la libertad”), destinados a apoyar el financiamiento de la contienda. Nuestra coterránea se pone las botas y se suma a la campaña contra Alemania, el Imperio Austrohúngaro, Turquía y Bulgaria. Gracias a sus contactos y a su —al parecer—  congénita hiperactividad, logra vender 2 millones de dólares de tales certificados.

Cuando concluyen las hostilidades, parte hacia aquella Europa hecha trizas. Allí, trabajará con el Comité Americano de Ayuda a una Francia Devastada.

Las artes no le fueron indiferentes. Como le sobraban lo mismo el dinero que la sensibilidad, optó por la única opción decente que en tal situación se puede escoger: ser una mecenas.

El cineasta Robert J. Flaherty, uno de los padres de la documentalística —autor de Nanuk del Norte—,  pudo filmar su obra La isla de los 24 dólares —un estudio sobre Manhattan—  gracias al auxilio de Aida.

En 1935 el alcalde de Nueva York, Fiorello de La Guardia, la nombra Presidenta del Comité de Arte, instituido con el fin de «estimular la vida y la expresión artística de la ciudad».

Pero ella, la inderrotable, recibe la traicionera mordida de la salud. Glaucoma. Y pierde la visión de un ojo.

¿Acaso esto la arredró? No, fue el estímulo para que echar a andar cierta cuestación pública —un dólar por contribución, que totalizarían 3 millones—,  la cual culminaría con la fundación del Instituto Oftalmológico Wilmer, en la Universidad John Hopkins, primera institución de ese tipo en aquel país.

Ya anciana, fue la primera directora ejecutiva del neoyorquino Banco para la Restauración de la Vista, cargo que desempeñó durante una década.

Aida de Acosta, pilota muy osada, filántropa, atractiva cubana de muy buen ver, falleció en Bedford, Nueva York, el 26 de mayo de 1962.

Y yo estoy convencido de que le puso mala cara a la partida final, pues de seguro tenía previstos tres o cuatro proyectos, alguno de ellos peligrosísimo.

Quizás le hubiese gustado marchar hacia los cielos agitando su manita, tripulante en la barquilla del Dirigible Número 9.

Para finalizar, un chisme

Mucho se ha rumorado en torno a una posible relación amorosa entre Aida y Santos Dumont, quien fue un eterno soltero.

Nada se ha probado al respecto.

Pero anótese el quizás revelador dato de que Santos Dumont, hasta su muerte, ocurrida 29 años después de conocer a la cubana, mantuvo en su escritorio una foto de Aida, perennemente rodeada de flores frescas.

Y en 1909 había construido un monoplano al cual puso el nombre Demoiselle, voz francesa que se puede traducir lo mismo como “libélula” que como “doncella”. Para bautizar así al avión, ¿lo inspiró algún grato recuerdo de cierta presencia femenina?